En un segundo, la vida se acaba
Llegamos justo cinco minutos antes de que la misa iniciara esa tarde de junio. Hacía calor, pero no importaba, ahí estábamos de nuevo, dispuestas a acompañar. Lo que me preocupaba era poder cantar. Estaba demasiado impactada y sabía que no podría contener las lágrimas. Avanzamos cruzando el parque que está frente a la iglesia. Las calles estaban repletas de autos y fue difícil encontrar estacionamiento. Caminamos de prisa, la carroza negra ya estaba lista para bajar el cajón. Cruzamos la puerta del cerco de la iglesia y sólo veía gente con el semblante totalmente triste. No había llanto, no había gritos. Silencio fúnebre, total. Un silencio que hablaba por todos, que hablaba del dolor de la familia y los amigos. No había expresión de reclamo. No reconocí rostros, pues fueron segundos los que pasaron mientras entramos al templo. Sólo alcancé a ver cuando un joven con collarín abrazó a otro muchacho. Y apretando los ojos soltó un sollozo. Entramos al templo. Guardando silencio, espe