Con la vida a cuestas

Bajo el efecto de una impresión que hace mucho no sentía, fue inevitable que mis ojos quedaran enganchados por esa escena, de las más tristes que he presenciado, de esas que te sacuden emocionalmente para dejarte mudo, con un amargo sabor de boca y con una sola duda en la mente: ¿por qué?


Observé a través de las ventanas de la central camionera para ver la luminosidad del día; a falta de reloj y ganas de preguntarle a alguien la hora, la única alternativa era buscar en la luz ambiental la respuesta del tiempo. Ya es tarde, pensé para mi, mientras caminaba hacia la puerta. Ahí me detuve. ¿por qué? No sé. Quizá para grabar en mi mente la imagen de esa tarde nublada, donde el panorama era el tráfico automovilístico; un grupo de personas en la parada de camiones, cuyas posturas proyectaban cansancio y enfado; la fila de taxis y la cara desesperada de los taxistas cuando ven a alguna persona atravesar esa puerta...


-¿la llevo señorita?


-no, gracias. Fue una respuesta fría y sin sonrisa en los labios. Esquivé de mi vista al taxista, pero mi mirada cayó casualmente en una anciana. Al instante no pude dejar de observarla. Una joroba extremadamente grande le pesaba en su caminar por la acera; ese bulto en su espalda la obligaba a inclinarse tanto al suelo, que su estatura sin enderezarse calculo que no rebasaba un metro. Su único sostén para poder dar paso: una oxidada andadera. Y aún así, un par de bolsas colgando en su brazo izquierdo eran su única compañía. El cabello lleno de canas, la piel arrugada y demacrada y la persistencia en cada paso de su andar, fueron como un gancho a mi vista. Pero al ver su semblante, mis ojos quedaron estáticos, pasivos y atrofiados, ante la mirada cansada de sus ojos color café, que fueron como una daga que atravesó y sacudió mi cuerpo. Nunca haber visto unos ojos tan llenos de tristeza causaron tal asombro.


Un paso lento... unos segundos... luego otro.


La suela de sus huaraches denota un desgasto excesivo al igual que su físico.


Un paso lento... unos segundos... y yo le tomo del brazo. Déjeme ayudarla.


Tomé las bolsas que cargaba y caminé a su lado... un paso lento... unos segundos... y el camino parecía interminable.


-¿A dónde va? pregunté con la incertidumbre de no saber si podría hablar. Su voz resquebrajada apenas se alcanzaba a escuchar, y eso a pesar de que me agaché demasiado para acercar mi oído a su rostro.


-A las Huertas.


-¿Tiene familia? Pareció no escucharme. No insistí; y seguimos... un paso lento... unos segundos... y la sensación extraña de saberme enviada en ese instante para hacer un mínimo esfuerzo con el fin de ayudar a un desconocido.


-¿En qué se irá a su casa? ¿En taxi?


-Dígale a un señor que se pare. Esa fue su petición. Tanto trabajo le costaba caminar como hablar. Y a la par, alrededor gente y más gente. Unos pasan de largo rápidamente como si quisieran llegar lo más pronto posible a su destino; otros más, caminan tan lento que percibo el atole que corre por sus venas; sin embargo, todos tienen algo en común: no son capturados por la escena como yo lo fui en un principio. Nadie la voltea a ver! nadie parece sorprenderse al casi tropezar con una viejita que apenas puede con su alma. Quizá lo nublado del día causó tal efecto sensibilizador en mí, que ante esa circunstancia un nudo en la garganta se hizo presente. Pasé saliva aferrándome a mi fortaleza para no quebrarme y llorar... o quizá para no gritar de la impotencia. Volteo a la calle y la realidad me abofetea una vez más. Una madre maltrata a su hija, que al parecer quería cruzar al otro lado del camino, para ver los puestos de dulces. El llanto de la niña, los sonidos del tráfico, el olor a humedad por la lluvia de los días anteriores, las miradas ausentes de quienes pasan por el lugar, los automovilistas y su falta de respeto a los peatones, fueron los elementos precisos para sacudirme mental y emocionalmente. Pero físicamente, estaba yo estática. Sosteniendo a la anciana del brazo, deteniendo las bolsas que ella cargaba. Y no quise ver de nuevo sus ojos, porque supe que en ese momento no podría escapar a mis reprimidas lágrimas. Respiré como pude, mientras buscaba taxi.


-Ahí viene uno. Le dije al instante en que la apoyé para caminar hacia el vehículo.


-¿A dónde va?


-A las Huertas. ¿Cuánto le cobra hasta allá?


Se quedó pensando unos segundos, mientras veía el retrovisor


-Unos 30 pesos. Chin... traía en mi cartera sólo 25. Y tengo que tomar camión, pensé.


-¿20 estaría bien? Es que es lo único que traigo.


-Usté no va con la señora oiga?


-Mmm... no.


-Pero usté le va a pagar?


-Si.


-Ta´bien los veinte.


La ayudé a subirse al asiento trasero, y acomodé su andadera y bolsas. Ya no volteó conmigo. Pero un “gracias” que apenas se alcanzaba a pronunciar, fue su forma de despedirme. Le di al taxista el dinero, y agradecí el favor. Luego, caminé para tomar camión. Y mi intento por no llorar fue en vano. Mi intento por no quebrarme ante esta pequeña, pero doliente situación, terminó por desmoronarse. Yo sentí desmoronarme allí. ¿Cómo es posible? Cómo?! me preguntaba a mi misma y a Dios. Una mezcla de sensaciones me corría por las venas. Impotencia, tristeza, coraje, remordimiento por aquellas veces en que me enfrasco en el sin sentido quejándome por cosas sin importancia ni trascendencia. Pensé en esa parte de la sociedad que poco nos preocupa y a la que todos en algún momento habremos de pertenecer: la vejez.


En México existen más de 8 millones de personas que rebasan los 60 años. Según un informe del Consejo Nacional de Población, que data desde el 2005, se espera que sean 22.2 millones para el año 2030 y para la mitad del siglo alcanzarán, según lo previsto, 36.2 millones. Con esto se estima que dentro de treinta años, habrá la misma cantidad de niños y de viejos. La pirámide se invertirá. ¿Estaremos preparados? No lo creo. La situación actual de nuestros ancianos se traduce en un problema social tremendo, del que la mayoría de la gente se mantiene indiferente. Pero... ¿qué hacer? Allí voy caminando, sin ganas de llegar a ningún lado, sin ganas de encender la radio o la televisión porque sólo vienen a recordarme la forma en que mi país se denigra cada vez más con sus problemas. Que son míos, que son tuyos. Que nos pertenecen y aunque quisiéramos que así no fuese, nos pesa sobre los hombros. Se percibe. Así nos perciben allá afuera. Allá en otras naciones; para arriba, para abajo; cruzando el charco. Las lágrimas nada remedian. Las palabras tampoco. Discursos van y vienen y las ideas que se confunden con la realidad y terminan por esfumarse en el aire... en la nada. Estoy harta. Lo estamos muchos. Hastiados de la falta de sensibilidad, de esa herencia cultural que pagamos sin deberla ni temerla. Nos convertimos de testigos en cómplices, al no hacer nada. Las acciones son la única solución. Paso por diferentes etapas en este intento utópico de remediar los problemas de mi México. ¿Qué hacer? Me siento atada. Pero no me quiero quedar así. No puedo, no quiero, no debo. Me resisto a dejar vencer mis ideales, los ideales de aquellos que quieren lo mismo que yo, de quienes no dejamos morir la fe. Aquella anciana es el preciso ejemplo que representa mi nación: así va caminando mi país, con una carga enorme de problemas que no le permiten avanzar. Así, caminando a cuestas.






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